Érase una vez un grupo de tres amigos que se llamaban los bandoleros. Vivían juntos, comían juntos, y todo hacían juntos. Nunca fue visto uno sin los otros. Tampoco fueron visto dos sin el otro. Siempre andaban juntos. Pero así se distinguieron: uno era demasiado alto, uno era bajito y gordito, y el tercero tenía una barba que casi llegaba a su cinturón. Se llamaban los bandoleros porque les encantaba causar caos. Adonde iban siempre dejaban detrás algún lío, siempre huyéndose sin ser capturados. Y aunque eran ladroncitos, eran encantadores y siempre simpáticos. A pesar de que los guardias del pueblo sabían que eran así, nunca alcanzaron pillarlos en el acto. Eran rápidos, quietos, y listos. Y así vivían, todos los días, todos los años.
Un día llegaron al pueblo tres extranjeros. Se fueron directo al mercado central y empezaron a observar a la gente. Conversaron con los vendedores, charlaron con los niños, y se fijaron en el ritmo de la feria. Al fondo habían dejado sus bolsas y maletas.
De repente, llegaron los tres bandoleros al mercado. Como era costumbre, los tres entraron corriendo y gritando, saltando y cantando. Hacían todos tipos de ruidos y chocaban con casi todo en su camino. Barriles de naranjas cayeron, ruedas de carritos salieron, y todo un caos estalló.
Los bandoleros escurrieron entre todas las tiendas sacando todo lo que podían, dejando caer todas las cosas en sus bolsas. Siguieron con su payasada hasta que llenaran sus bolsas y después se dirigieron hacia las salidas. Esta vez, al pasar por el fondo del mercado, vieron tres bolsas desatendidas en el piso. Fácilmente recogieron las bolsas en sus brazos y salieron corriendo.
Cuando todo se había calmado, y todos los vendedores habían arreglado sus tiendas y contado sus pérdidas, los tres extranjeros volvieron por sus bolsas. Pero no estaban. Buscaron y buscaron pero en ningún lado aparecieron. Ahí se dieron cuenta: los bandoleros se las habían llevado.
Por las próximas tres semanas los extranjeros volvieron al mercado, ayudando a los vendedores y trabajando para recuperar lo que habían perdido. Todo ese tiempo pasaban conociendo al pueblo y a la gente. Y por el chamullo de la gente se enteraron de la rutina de los tres bandoleros. Aprendían sus costumbres, sus tácticas, y hasta sus características. A fin de mes, desarrollaron un plan.
Una noche, justo después del atardecer, los tres extranjeros se juntaron afuera del palacio. Se escondieron detrás de unos arboles y cuando preparados salieron disfrazados. Esperaron hasta que los guardias salieran a dar la vuelta por el castillo, como era rutina. Sabían que tenían unos quince minutos para entrar y salir.
Procedieron a pasar por las puertas del palacio, sin ser vistos. Poco a poco, sala por sala, avanzaron hasta el salón del trono. Ahí espiaron al rey sentado al lado de su esposa. Antes de entrar, uno de los tres gritó con voz de dama: “Socorro! Guardias, por favor! Ayuda!”
Los guardias miraron al rey, y él les dio permiso para ir a ayudar. Pero, cuando habían salido los guardias, entraron los tres extranjeros, armados con espadas y arcos. Se acercaron al rey, apuntando sus arcos a él y a la reina. Los amenazaron para que no hablaran. Después les contaron que sólo querían sus coronas y sus anillos, y ahí saldrían sin problemas. Pues el rey y la reina rápidamente les dieron sus joyas. Aunque eran carísimas preferían quedar sin joyas que quedar sin vida.
Entonces, los tres salieron del salón corriendo. No iban muy rápidamente pero por sus trucos nadie les seguía. Justo cuando salieron del palacio volvieron los guardias. Al ver los tres hombres a los guardias les dio pánico. Se dieron cuenta de que habían dejado a su rey sin protección. Así que entraron corriendo a buscarlo.
Cuando llegaron, él les contó todo, como habían entrado tres hombres para robarles sus coronas y anillos. Los guardias se sintieron horribles por haber caído en la trampa. Pues preguntaron que podían hacer para arreglar las cosas. El rey les dijo que encontraran a los tres culpables y que los dejaran en la celda del castillo.
Allí los guardias le hicieron una pregunta más al rey: “Usted les vio a los tres, cierto? Cómo se vieron?” Ahí les respondió el rey: “Uno era alto, pero muy alto.”
Y afuera del castillo el primer extranjero se quitó su disfraz: un abrigo largo, y dos palos atados a sus pies.
El rey siguió: “Uno era bajito, y muy gordo.”
Y afuera del castillo el segundo dejó de agacharse y se quitó su disfraz: una túnica grande y tres cabeceras que tenía debajo.
El rey terminó: “Y el último tenía la barba más larga que jamás había visto.”
Y afuera del castillo el tercero se quitó su disfraz: un gorro y una barba falsa que llegaba a su cinturón.
Adentro, los tres guardias se miraron con las sonrisas más grandes y el rey les preguntó por que sonreían así, y le respondieron: “Porque ahora sabemos perfectamente bien quienes son los tres culpables. Perdónenos, su señoría, y volveremos de inmediato con los tres.
Así que los guardias salieron corriendo a buscar a los tres bandoleros en su casita. Al oeste del pueblo vivían en una cabaña que ellos mismos habían construido. Y ahí estaban, cenando adentro, tranquilos. No tenían ni idea de lo que había pasado.
A pesar de eso, los guardias tenían pruebas que los culpaban sin duda. Llevaron a los tres antes del rey y él confirmó que ellos mismos le habían quitado sus coronas y anillos. Los bandoleros lo negaban todo pero no importó. Aunque ni siquiera tenían las joyas, los dejaron encerrados debajo del castillo.
Después, el rey lo pensó y decidió que les daría a sus hombres una semana para encontrar prueba del robo, y si no podían encontrarla, tendría que dejar libres a los tres.
El siguiente día los tres extranjeros pasaron una vez más por el pueblo. Primero fueron a la cabaña de los bandoleros. Ahí entraron y encontraron que era una casa normal. No habían muchas cosas, y menos sus bolsas que les habían llevado el primer día. Pero, después de mucho tiempo buscando, debajo de la alfombra central uno encontró una puerta que abrió al sótano. Bajaron uno por uno y se encontraron en un espacio gigantesco, con tantas cosas que uno no puede imaginar. Encontraron comidas, riquezas, y tirado al lado sus tres bolsas. Felices se las llevaron.
Después, pasaron al mercado. Informaron al jefe de los guardias de lo que habían encontrado y todo el pueblo se fue para la cabaña de los tres bandoleros. Afuera se crearon una fila, y uno por uno pasaron adelante a declarar lo que habían perdido por culpa de los tres. Después, el jefe de los guardias se encargó de que todas las cosas volvieran a los brazos de sus dueños. Y cuando habían sacado todas las cosas del espacio quedó sólo una bolsa. El jefe llevó el saco y salió a preguntar de quien era. Nadie lo clamó.
Abrió el saco y ahí encontró dos coronas de oro y siete anillos con varias joyas. Los tres extranjeros habían dejado el saco ahí abajo. Pero cuando el jefe los buscó para agradecerles ya se habían ido y nunca más fueron vistos. Habían salvado al pueblo del caos de los tres bandoleros y encontrado las cosas perdidas de todo el pueblo.
Y aunque salieron después de unos tres años, los tres bandoleros nunca volvieron a robarle nada a nadie.